Tanto a nivel local, como internacional. Es lo que opinan los expertos independientes en la cuestión energética, que suelen analizar el tema. Esa desatención, increíblemente, redujo al mínimo el margen de maniobra de los propios funcionarios encargados de manejar la crisis, que se evidencia por estos días en la falta de gasoil en casi todo el país, un insumo imprescindible para los meses de cosecha pero también para la logística del transporte en general, y en la notable imposibilidad de garantizar la oferta de gas natural para el invierno.
Este último dato, el de no poder calentar a los argentinos, es el más cruel en términos humanitarios. Pero que la escasez de gasoil retrase la producción agropecuaria probablemente repercuta negativamente en la balanza comercial, aplazando la entrada de los tan necesitados dólares que deja el campo a la economía vernácula.
Ya a fines del año pasado, la Argentina sabía que iba a necesitar importar más buques con Gas Natural Licuado en 2022 para abastecer su mercado interno y ciertas necesidades comerciales. Importó 56 e iba a necesitar más de 70, según se proyectaba.
Fuentes del sector energético criticaron que el Gobierno argentino sólo se haya garantizado una cantidad relativamente pequeña de cargamentos de GNL antes de que estallara la guerra en Ucrania por la invasión rusa, en febrero pasado, que subió el precio de todos los combustibles a nivel global. Y en especial el gas: Rusia es el principal exportador mundial. Pagar más por la energía importada significa desembolsar más dólares, que el gobierno no tiene.
A través de acuerdos firmados este año con Bolivia, Argentina se aseguró una mayor provisión de gas de ese país para el invierno, pero no lo suficiente para poder evitar más importaciones de GNL. Vaca muerta La gran paradoja de Argentina, explican los expertos, es contar con abundancia de gas en su yacimiento no convencional de Vaca Muerta y no tener la capacidad para transportarlo. Tiene un sistema de gasoductos limitado, que se colapsa en invierno. Ergo, hay que importar gas para satisfacer la demanda de esos meses, que sale una fortuna y, en términos estrictamente económicos, aumenta el déficit fiscal.
Supuestamente el gasoducto Nestor Kirchner, entre Vaca Muerta y la provincia de Buenos Aires, venía a terminar con eso. Debía ser una obra rápida, como muy optimista para el año que viene. Pero el incidente con el ex ministro Matias Kulfas, que sugirió actos de corrupción en la licitación (piloteada por el área de Energía, que maneja el cristinismo duro), ocasionó una demora notable de toda la cuestión. Hasta ahora nada se hizo, todo está postergado.
Es una obra importante porque permitiría sumar unos 11 millones de metros cúbicos de gas provenientes de Neuquén durante los meses más fríos, en su primera etapa. Se ahorarría, pues, ese volumen de importaciones. Actualmente, Argentina consume entre 120 millones y 130 millones de metros cúbicos de gas. A estas falta de previsiones y desprolijidades licitatorias se suman las cuestiones más políticas, las de las internas domésticas. Al cerrar el acuerdo con el Fondo Monetario para refinanciar la deuda heredada, el gobierno se comprometió a bajar el nivel de subsidios a la energía para procurar un achique del déficit fiscal, un rojo que reconoce su gran motor en el financiamiento estatal a las boletas de luz y gas. Se estima que, hasta fines de mayo, el Estado subsidiaba poco más del 80 por ciento de la tarifa de energía y el 75 por ciento de la de gas.
Para bajar subsidios, había que aumentar tarifas. Que es lo que se hizo, vía resoluciones oficiales. Pero, en verdad y según los expertos en el tema, fue demasiado escueto el aumento. Las subas promedio son del 16 por ciento para la luz y de 25 por ciento para el gas. Hablamos, sobre todo, del Gran Buenos Aires, zonas reguladas por los entes nacionales. Además, nunca quedó muy en claro si se hará la mentada “segmentación”.
Esto es: que las zonas donde habitan ciudadanos de alto poder adquisitivo paguen más que en aquellos lugares humildes. Criterio cristinista En la decisión de estos porcentajes de quita de subisidios pareció primar el criterio del cristinismo, cuyos dirigentes -se reitera- manejan la parte energética del gabinete.
Para Cristina Kirchner, un aumento de tarifas para situarlas en el monto que realmente vale la energía es una medida pianta votos, una suerte de quiebre de empatía con un sector amplio de clase media y media baja del Conurbano, donde reside su poderío electoral.
La orden siempre fue que el aumento rondara el 20 por ciento. Algo que, sumisos, respetaron el presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán, aún en contra de la voluntad de este último. Los funcionarios cristinistas del área Energía repiten como un mantra los postulados que se manejaron en los dos gobiernos de la actual vicepresidenta: en esa época las tarifas estaban congeladas -eso generó el retraso tarifario- y claramente el Estado fijaba las reglas de juego para los actores del sector, que las aceptaban o se apartaban. Ahora, estos funcionarios avalaron el aumento a regañadientes pero, filosóficamente, el resto de la lógica sigue igual.
A Cristina responden directamente el subsecretarío de Energía Eléctrica, Federico Basualdo (aquel que no pudo echar Guzmán), el interventor del Ente Regulador del Gas Enargas, Federico Bernal, el titular de YPF, Pablo González (La Cámpora ocupa allí los puestos claves). En tanto, la jefa del Ente Regulador de Energía (Enre), María Soledad Manín, es persona de confianza del mencionado Basualdo. Agustín Gerez, presidente de Integración Energética Argentina SA (IESA), la ex Enarsa, viene de Santa Cruz y ha hecho una alianza de trabajo con La Cámpora. Es la empresa que tiene a cargo la licitación del gasoducto Néstor Kirchner. Pagar más por la energía importada significa desembolsar más dólares.
Fuente: El Día